Tocando puerta tras puerta he recorrido las calles, he recorrido el mundo, hasta que llegué a una puerta blanca que por Cielo tenía nombre, volví a tocar sin mucha esperanza de poder encontrar lo que tanto tiempo he andado buscando.
Me abrió una persona que apenas pude ver, ya que me cegaba una luminosa luz, me preguntó mi nombre y sin quererlo, este se hizo paso a través de mis labios hasta pronunciarse, después me invito a pasar.
La casa olía a jazmín y todo brillaba como si cada objeto tuviese luz propia, como si la casa entera hubiese sido esculpida con marfil y mármol blanco, veía alejarse esa figura, empezó a olerse un ligero olor a café y me preguntó si quería desayunar, evitando querer ser o parecer un aprovechado le dije que no, pero mis tripas gruñeron con suficiente fuerza como para que se hicieran oír, sonrió y puso un plato más en la mesa.
El desayuno paso rápidamente mientras le contaba lo que había ido aprendiendo del mundo y de la gente que he ido conociendo de puerta en puerta, como cambiaban tanto de una a otra siendo vecinos y como eran de parecidas las personas que les separaban cientos de kilómetros…
Cuando hube terminado de contarle lo vivido, me cogió de la mano y me llevó a su jardín, que manos más suaves... Me contó que las flores y plantas, aun a pesar de ser también de la misma especie, muchas cambiaban de comportamiento, mientras que otras apenas guardaban diferencia, aunque obviamente todas buscan el sol.
Cada flor que acariciaba para mostrarme era más bella que al anterior, pero no podía evitar mirar sus manos en cada muestra, aún a pesar de que trabajase la tierra se las veía delicadas, suaves y de un blanco brillante como el interior de la casa, como si perteneciesen el uno al otro, nos sentamos en una mesita que tenía en medio del jardín y ahí continuamos hablando sobre flores y sobre la vida.
A cada palabra que ella parecía susurrar no podía quitar la mirada de sus labios, seguía cada fina línea de su cuerpo, observándola, queriendo memorizar cada rasgo de aquel maravilloso ser.
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